Tamara Berrocal
3 min readJun 4, 2021

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Todas las historias de amor tienen un final, estoy segura de eso. Aún así, cuando lo volví a ver hace unas semanas mientras esperaba para cruzar 9 de Julio, dudé. No de los finales, sino del nuestro. Es imposible cruzar 9 de Julio durante un único corte de semáforo, ¿no? También fue imposible cerrar nuestra historia de un sólo corte y en menos de lo que tardamos en tomar un café.

Pasaron los meses y los agujeros de ese final dejaron entrar nostalgia, costumbre y necesidad. Al cabo de un par de semanas, estábamos juntos de nuevo. Viviendo juntos de nuevo. Planificando juntos de nuevo. Soñando juntos de nuevo. De todas formas, no habíamos cambiado. Ni nosotros, ni nuestras metas ni la dinámica de esta relación que nos había llevado al hartazgo. A nadie le sorprendió que un nuevo final llegue tan pronto.

Algunos meses después de esa segunda despedida, me enteré por amigos en común de que él había decidido perseguir su sueño de vivir en las tierras altas de Escocia. Según me contaron, guardó su vida en una valija de 65 kilos y partió a Europa sin muchos planes. No compartía mucho en redes, así que lo poco que sabíamos era lo que él había decidido contarle a sus amigos más cercanos. Algunos de los cuales aún eran amigos míos también.

Me sentí feliz por él. No hubo bronca en nuestro adiós, simplemente incompatibilidad. Así que sus logros un poco los sentía míos también.

Siempre me dio miedo dar un paso así de grande. No porque no lo deseara, sino por miedo a que la fantasía fuese mejor que la realidad. ¿Qué me quedaba después del desencanto de mis propios sueños?

El tiempo también me llevó a alejarme de ciertas amistades. No supe más de él ni de nuestros amigos en común. Honestamente no me quedaban muchos amigos de esa época. Hoy era otra persona. Bastante distinta de quien era hace 7 años.

Hice muchas cosas sin él. Viajé un montón, bailé un montón, conocí gente, un montón. Viví. Si me hubiesen preguntado por él hace un mes, juro que les habría dicho que a penas lo recordaba. Quizá es por eso que aún hoy sigo sin entender qué pasó cuándo lo volví a ver.

Un alfiler perdido en el pajar que es Microcentro y yo me lo vine a encontrar, ahí, en la esquina de Lavalle. A metros de ese cine destartalado que tantas veces visitamos juntos.

La ola de recuerdos me revolcó hasta dejarme sin aire. Por minutos. Por horas. Lo pienso y el corazón me late como si se me quisiera salir del pecho.

Estoy segura de que no me reconoció. Ahora llevo el pelo corto y rojo como el fuego. Sé que no le gustaría. Nunca le gustó verme brillar.

Él, en cambio, parecía salido de lo más profundo de mi memoria. Pasaron 7 años pero a él ni un día. La misma campera de cuero, el mismo jean desgastado, los mismos borcegos negros. Esos que elegimos juntos una tarde de abril.

Me pregunto si habrá vuelto para quedarse, dónde estará viviendo, con quién.

Yo, que me creía la reina de los finales, desde ese día me encuentro y reencuentro recorriendo nuestros lugares, deseando que él también los visite buscándome y esperando que esta ciudad con 3 millones de habitantes coincida en hacernos coincidir.

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